viernes, 15 de enero de 2010

El sentido de la vida

Muchas personas se pasan la vida buscándole un sentido que a menudo no se lo encuentran y no se lo encuentran porque o bien transcienden la pura existencia o bien se hunden en el más puro materialismo. Y es que a veces nos cuesta mucho trabajo centrarnos en lo que estrictamente somos. Cuando transciendes la pura existencia, te elevas a un estadio en el que tu pensamiento se encuentra muy inseguro y has de tirar de fe, de dogmas y de misterios. Me parece muy bien que el que lo quiera así, pues que se instale en lo sobrenatural. A lo mejor no vive esta vida pensando en la otra, resultando que la venidera está por venir y el futuro no es un pájaro en la mano ni aquí ni en ningún sitio. Si te da la sensación que con la primera opción te has pasado, con la segunda, el materialismo, tienes la impresión que te quedas corto, que tus aspiraciones, como hombre no acaban de colmarse, que necesitas algo más como ser espiritual y reflexivo que eres. Entonces buscas algo que te colme si no al cien por cien, por lo menos que no repugne a tu inteligencia y que te sientas cómodo en los límites de lo que establezcas. Los humanos vivimos muchas veces en depresión existencial porque antes de decir lo que queremos, tenemos que saber lo que somos. Por ser seres reflexivos y espirituales, no por eso hemos de deducir que nos espera un mundo eterno y espiritual. Ni por sentirnos cosa, hemos de pensar que una piedra y yo somos la misma cosa. Así la depresión nos viene por sentir inseguro e inalcanzable lo primero y repugnante lo segundo. Yo no digo que no exista todo lo que la mente o las ganas humanas se puedan imaginar, lo que digo es que no es serio ni seguro para nuestra existencia sentar nuestras bases sobre la fe o sobre la pura química.

Creo que a la vida se le tiene que buscar el sentido dentro de los límites de nuestra existencia, como seres que piensan, que reflexionan, que tienen aspiraciones, pero que son finitos. Yo, sinceramente, sólo sé esto del hombre y el que sepa algo más que lo diga. La fe no es saber. La fe es un sentimiento, una aspiración, un ansia. Instalarse en esto es muy lícito y el que con la sola fe se sienta seguro totalmente, que me lo explique, que yo también lo quiero estar. El hombre, como ser mortal, vive en la Tierra entre un nacimiento y una muerte. Esto lo sabemos. También sabemos que cuando nacemos, no nacemos totalmente desnudos. La vida nos ofrece vida, para que nosotros, como en la parábola del denario, la trabajemos. Para que nosotros, con esa vida, hagamos la nuestra. Nuestra particular vida. Para que la desarrollemos durante todos los años que vivamos. “El hombre es lo que hace con lo que la vida le ha dado” . No querrás llegar al final de tus días con el denario en tus bolsillos. Entonces tu vida no habrá tenido sentido, porque llegaste al final con lo mismo que la vida te dio. Gabriel García Márquez dijo que su vida iba tomando sentido en la medida en que la iba convirtiendo en literatura. Fijaros, la iba convirtiendo. Luego la vida es un ir desarrollando lo que llevamos dentro. Al final tendremos que hacer como el incansable salmón, subir poderoso el río para desovar en las tranquilas y limpias aguas de un remanso. Finalizado esto, el salmón muere. Ese fue el sentido de su vida.

Por eso cuando meditamos, principalmente para conocernos y después para saber lo que cada uno lleva dentro, es fácil reconocer como García Márquez, cuándo se está dando ese proceso por el cual nuestra vida toma sentido. Porque también podría ocurrir que vivamos engañados creyendo que estamos en el camino correcto y no sea así. Las turbulencias de éste nuestro mundo nos lo puede hacer ver así. Sin embargo hay varios varemos de medir este sentimiento, especialmente esa sensación de bienestar, de sentirnos vivos, de paz espiritual que nos produce. Cuando te acuestes con esta sensación es que estás viviendo tu vida, con todo su sentido incluido.

martes, 12 de enero de 2010

El gatillazo

Cada vez que pienso lo que le pasó a mi amigo Fernando aquel aciago día de caza se me salen las ternillas de su sitio. Sin embargo la cosa no es para reírse, pues como ya veréis el asunto no es para tomerselo a broma.
A mi amigo no le gusta la caza. Aún más, yo me atrevería a decir que por su gusto sería un vegetariano convencido, si no fuera porque a Mirian, su mujer, le repatean los esposos hervíboros. Ella dice que un hombre con arrestos tiene que estar hecho de carne, no de forraje. Fernando es un esposo dulce, dócil, cariñoso. Obediente hasta la humillación. Condescendiente hasta el aburrimiento. Un marido siempre fiel, siempre atento.
El otoño estaba avanzado y los días cada vez eran más cortos. Andaban por un camino algo escarpado, húmedo y lleno de ramas secas que se enredaban entre las piernas. Mirian, que no había querido ponerse pantalones, sentía cómo la humedad del bosque le subía por las piernas. Ella, sin embargo no quiso decir nada para no dar la razón a su marido que le había aconsejado que se los pusiera. Después de una larga y silenciosa caminata llegamos al lugar.
Fidel, el jefe de Fernando, fue el que estableció los puestos. A mi amigo y a Mirian los acomodó en el número cinco. Era una especie de promontorio desde el que se divisaba bien la pequeña vaguada que quedaba a nuestros pies. Semejaba una especie de choza disimulada con ramas, supongo que para no dar el cante. Fidel, que había invitado a mis amigos, le dio a él una escopeta y una caja de cartuchos. Les ordenó que se sentaran y guardaran silencio, esperando órdenes que les llegaría por el walkie talkie.
Fernando se sentó y sacó unos prismáticos que su mujer le regaló en su viaje de novios. Mirian por su parte, se hincó de rodillas, extendió el saco de dormir y sacó una botella de anís seco que había comprado en la cantina del coto. Esa guerra no iba con ella. Él no paraba de mirar ansioso a la quieta naturaleza del amanecer. Ella escudriñaba cada uno de los rincones de la nueva mansión. Una mansión incómoda, fría, pequeña, distinta. Por su gusto no hubieran venido, pero a Fidel después de lo que había hecho por su marido no se le podía dar una negación por respuesta. Con todo esto ya estaba amaneciendo y a Mirian después de unos cuantos tientos a la botella se le había descolocado algo la cabeza y se sentía como más cariñosa. Miraba a su marido y lo veía guapo y guerrero. Ella, recostada de medio lado, pasaba la mano a su marido por la parte interior de la pierna. Lo hacía con insistencia forzando la pierna hacia sí. Fernando, que ya había notado algo raro en la actitud de su mujer, no daba crédito a lo que estaba pasando. Su mujer, que llevaba un año sin mirarlo, se lo estaba proponiendo en una fría mañana, en una incómoda choza y rodeado de enemigos por todos lados. No daba crédito a lo que estaba pasando. Esperó un poco más por ver si el asunto era pasajero. Más no fue así. Mirian, desbocada después de un nuevo trago, se deshizo del saco, se levantó la falda, se bajó las medias de lana gruesa y en un acto de poderío colocó la mano de Fernando allí donde nunca falta el calor y donde hacía mucho tiempo él no había estado. Mirian movía la mano muerta de su marido a su gusto y antojo y desde su posición imploraba a Fernando que sacase la "escopeta" ya de una vez por todas. El no se daba por enterado ni quería darse. Era un convidado de piedra, que hubiera preferido no ser. Pero ella no se daba por vencida y de un salto se colocó encima de Fernando. Cogío la botella de anís, se la colocó en la boca, le desabrochó la bragueta con velocidad asesina y traginó lo que allí encontró con ritmos endemoniados, pero Fernando tenía la sangre en otro sitio. O mejor, creo que la tenía helada. Mirian no sabía ya lo que hacer. Se puso dulce, arisca, condescendiente, sumisa, cariñosa, todo. Dos mundos que se alejaban a velocidades de luz. Uno se hundía en el fuego abrasador y el otro en los gélidos hielos de la ineptitud. Mirian, desesperada, se separó de su marido de un salto y con las manos entre las piernas se quedó inmóvil, hecha un cuatro, gimiendo apenas. Se hizo, entonces, el silencio más grande en la pequeña choza. De pronto, se oye un vozarrón, por el walkie talkie que decía" ¡Coño, Fernando, qué cojones haces con tu mujer, que está pasando el bicho por tus mismas narices y tú no le dices ni los buenos días" Fernando, con el resorte de un soldado fiel, pega un salto y con los pantalones a media pierna coge la escopeta ya cargada, pone su dedo en el gatillo y sale corriendo hacia el puesto de tiro que estaba unos metros más abajo. Fernando, en su carrera de cinco metros hacia el puesto, tropieza y cae, con tan mala suerte que la escopeta al apoyarla involuntariamente contra una piedra se le dispara y la bala atraviesa limpiamente el hombro de Mirian, que ante las voces, se había incorporado de un salto.
Ya en el hospital mas cercano, el cirujano que la había operado le tranquilizó y así de una forma un tanto campechana le dijo: " Fernando, estuvo a punto de cargarse a su mujer de un gatillazo". Fernando, dio la mano al médico sumamente agradecido y con la mirada perdida hacia dentro se encaminaba hacia la habitación del hospital para acariciar la mano de su Mirian.

jueves, 7 de enero de 2010

Amor propio, amor impropio

Todos hablamos sobre el amor, el motor del mundo, pero como en todas las cuestiones, existen tantas versiones como pensamientos hay y por lo tanto el mío, el de un jubilado, será uno más.
Cuando hablo de amor propio, no lo hago según la acepción popular por la cual se entiende que la estima de sí mismo en esa persona es muy relevante. Cuando hablo de amor propio, me estoy refiriendo a que lo propio, la persona,está en el origen y en el final de cualquier acción de amor. Que cuando yo amo, el beneficio del amor revierte en mí a la vez que beneficia a un tercero. Que el placer que proporciona esa acción está en el origen de esa acción beneficiosa que es el amor. Está claro que no se puede comparar el amor al dinero con el amor al prójimo. Pero en la base de dichas acciones está el placer que nos proporcionan, lo mismo que en el hecho de la procreación está el placer de hacerlo. ¿De aquí debemos deducir que el amor es algo egoista? Si, pero no en el sentido peyorativo, sino en el sentido estricto del ego, como principio y final del amor.
Yo amo a mis hijos y en eso me regocijo; amo a mi mujer de todas las formas posibles, espiritual y corporal, y en eso me regodeo; amo a Dios sobre todas las cosas y con ello me lleno de placer espiritual; dedico mi vida a los pobres, haciéndome yo pobre a la vez, y la felicidad me sale por los poros; amo a Dios con el amor más puro, dedicando mi vida a la oración, y en esa dedicación aspiro algún día al beneficio de la presencia de Dios; amo el dinero por encima de todas las cosas y en su posesión, avaramente poseído, me extasío. En todos estos supuestos está el yo, lo propio, la persona, el ego que recibe. Y yo me pregunto, ¿existiría el amor sin ese beneficiario, que es la propia persona que ama? O dicho de otra manera. ¿Existe ese amor tan puro cuyo beneficio no retorna al que lanza la oferta de amor? Si, creo que sí que existe. Que ha existido y tenemos muestra de ello. Para ello tenemos que desprendernos del yo. Sin el yo no hay posible retorno. Sin el yo el amor sólo va en un dirección. Difuminando el yo en el objeto amado. Es un misterio. Si. Pero este mundo está lleno de misterios, que a lo mejor en el reino del amado no lo son.
San Juan de la Cruz, ido ya con el Amado, pues siendo aún entre nosotros moría por morir que para él era vivir, decía en estos preciosos versos:
"Quedéme y olvidéme/ el rostro recliné sobre el Amado/ cesó todo y dejéme/ dejando mi cuidado/ entre las azucenas olvidado." Amor. Amor místico. Amor sublime. ¿Amor a lo grande? ¿El más grande de los amores? No tiene por qué. El amor místico es un amor que consiste en que el que ama funde su yo en el ser amado. Santa Teresa de Jesús decía "Vivo sin vivir en mí". Su amor le había sublimado de tal manera que su carcasa corporal ya no era morada de esa conciencia que recibe el placer que proporciona el amor. Su conciencia era "ida" a la morada del Amado. En ella vivía sin conciencia. Y eso es precisamente lo que quiere decir éxtasis: vivir sin conciencia. Cuando un cuerpo entra en éxtasis ( y nos referimos al misticismo cristiano o de otra religión, tampoco nos referimos al éxtasis orgásmico) se produce un choque de placer tal que en ese momento se pierde la conciencia y el yo no está para recibir los beneficios del placer tan sublime. Yo, a este amor, le llamo amor impropio.
No soy muy entendido en amores, pero sí que sé cuáles han sido los amores que dejaron en mi el estigma del dolor. El dolor de perderlos o de poder perderlos. Espero que en ese camino nos encontremos algún día todos los que hemos vivido en el amor. Sólo espero, no del todo convencido. ¡Qué le vamos a hacer!

lunes, 4 de enero de 2010

Capacidad para decepcionar

Es curioso cómo a través de los años nos vamos haciendo más auténticos, en la medida que nos hacemos más pasotas y las miradas críticas nos resbalan como las gotas de agua en el cristal. Gran parte de mi estructura espiritual está conformada por los juicios de valor de los que me quieren o de los encargados de mi formación. Día tras otro te vas formando en la conciencia de ser como esos protectores de tu estructura psíquica quieren que seas. Cada uno de nosotros luchamos, sin saberlo la mayor parte de las veces, contra ese encorsetamiento a que te someten, sin tener en cuenta tu natural y propio devenir para recorrer ese camino que nadie está autorizado a señalarte.
En esa lucha que todos libramos a lo largo de nuestra vida nos dejamos parte del retrato que a los sesenta deberíamos tener. A tu cara le faltan auténticos rasgos tuyos, propiamente tuyos y un día, tal vez por casualidad, casi siempre por casualidad, un día nos rebelamos un poquito, sin apenas hacer ruido y notamos que nos sienta de maravilla.Nos descargamos. Nos aligeramos. Como que el alma se ensancha y te sientes cómodo dentro de ti. Pero no te engallezcas, no es fruto de tu lucha, simplemente es que ya interesas menos y te están dejando tranquilo. Éste es tu momento. Es el momento de conformarte. De ir haciéndote. ¿Que ya es tarde? Tarde ¿para qué? Ahora me siento como un niño que juega a las canicas en las empedradas calles de nuestra infancia, sucio y un tanto salvaje.
Siempre he tenido miedo de decepcionar. De decepcionar a mis padres, a mis amigos, a mi mujer, a mis maestros. No a mis hijos, no a mis alumnos. Con ellos fui más auténtico que con nadie. Con ellos yo era yo, o al menos era menos otro. Con ellos me mostré más desnudo. A ellos no les señalé el camino. Con ellos me mostré diverso, no impositivo y en la no acción cada cual encontró el mejor de los caminos, el suyo.
El otro día una amiga me hizo un comentario en el que me decía que siguiera en este camino y que no le decepcionase (Me gustó y me alagó mucho tu comentario). ¿Os dais cuenta? Los que nos quieren nos señalan el camino. Te encorsetan. Te cortan amablemente y con la mejor de las intenciones las alas. Les gusta lo que haces y quieren que te repitas una y otra vez como las series de TV. Esto lo hacemos todos, sin darnos cuenta, como he dicho más arriba y lo hacemos con afecto. Pero ya es tarde. Desde aquél día en que por casualidad me rebelé tímidamente contra los que me quieren y decidí ser más yo, mirando simplemente ese camino en el que salto, retozo y me ensimismo, en ese día decidí apoderarme de algo que nunca tuve, de apoderarme de una cierta capacidad para decepcionar.
Amigos míos, no me abandonéis si un día os decepciono. No sé si algún día lo haré. Lo que sí quiero es no perder esa capacidad para hacerlo. No quiero ser lago, prefiero ser río, distinto, cambiante, afanado en aprender a morir, manso y caudaloso. No me abandonéis, porque el río siempre fue río. Fue río rompiéndose contra los peñascos, lamiendo con meandros casi perfectos las pacíficas praderas o confundiéndose con el mar en un gozoso volver. No me abandonéis, aunque os decepcione, porque a ese hombre que resbala por el cauce de su vida, que se debate en batallas desiguales y que se bebe el mar inundándose, tal vez, de Dios, sólo se le puede pedir que sea humano, profundamente humano y en esa humanidad está esa capacidad para no gustar.
A estas alturas de la vida, en la que tanto nos gusta mirar para atrás, porque lo que queda de camino nos produce vértigo, hemos de apoyarnos, precisamente, en esa vida ya vivida sólo para coger impulso. Impulso para coger unas capacidades que conformarán ese nuevo hombre que, tal vez, aprenda a beberse el inmenso mar sin dejar de ser diminuto río.