Un buen día notas esa arruga en la frente o ese pelo que se va volviendo gris o el tigre que había dentro de ti y que ya se va pareciendo más a un perrito faldero. Todo canta la decrepitud. La conciencia lo recibe y la huella queda como la marca de la res en sus cuartos traseros. Tú te revuelves contra ti y contra la vida y buscas culpables. Pronto lo encuentras. Culpable el tiempo. Los años que van desde que naciste se han arrugado en tu frente, en tu sexo y en tu alma. Maldices el tiempo. ¡Todo se ha ido en un suspiro! Pero no. No se ha ido nada. Todo está ahí, en tu cara, en tu sexo y en tu alma. Es que estás ciego. No ves nada. Es que esto es la vida: sentir, no sentir. Subir, deslizarse. Ser, ir no siendo. Y tú te enfadas porque no has vivido la vida. Y entonces decides jugar con el tiempo. Engañar al tiempo.
Decides eliminar esa arruga, que es el resultado de mil horas de pensamiento. Decides operarte los pechos, que han sido la fuente de la vida. Decides vender tu alma al demonio si te da algo de juventud, como si la juventud fuera la fuente de la felicidad. Pero el tiempo sigue inexorable. Sigue con su trabajo debajo de nuestra piel, porque el tiempo nos está construyendo y no da pasos atrás. Tú no quieres vivir en el tiempo y te propones engañarlo. Se produce un desajuste. Dos tiempos viviendo dentro de ti. La mentira. Y entonces no disfrutas de esos años del otoño, ni ves cómo las hojas de los árboles vuelan en caída libre hacia el descanso, ni cómo otras flores nacen gozosas con la energía que tu le vas dando. Se está produciendo el misterio de la vida. Porque la vida no es sólo tu vida. La vida es la vida de la humanidad. Pero tú en un acto de sumo egoísmo decides ser eterno. Precisamente la eternidad está en ir dejándose ir, para que otros nos continúen. Cuando notes que la arruga se hace más acusada, que tu sexo suspira por la paz y que tu alma se nota algo cansada sube a una montaña y entona la canción de la vida para que te sientas en armonía contigo y con todo.