martes, 12 de enero de 2010

El gatillazo

Cada vez que pienso lo que le pasó a mi amigo Fernando aquel aciago día de caza se me salen las ternillas de su sitio. Sin embargo la cosa no es para reírse, pues como ya veréis el asunto no es para tomerselo a broma.
A mi amigo no le gusta la caza. Aún más, yo me atrevería a decir que por su gusto sería un vegetariano convencido, si no fuera porque a Mirian, su mujer, le repatean los esposos hervíboros. Ella dice que un hombre con arrestos tiene que estar hecho de carne, no de forraje. Fernando es un esposo dulce, dócil, cariñoso. Obediente hasta la humillación. Condescendiente hasta el aburrimiento. Un marido siempre fiel, siempre atento.
El otoño estaba avanzado y los días cada vez eran más cortos. Andaban por un camino algo escarpado, húmedo y lleno de ramas secas que se enredaban entre las piernas. Mirian, que no había querido ponerse pantalones, sentía cómo la humedad del bosque le subía por las piernas. Ella, sin embargo no quiso decir nada para no dar la razón a su marido que le había aconsejado que se los pusiera. Después de una larga y silenciosa caminata llegamos al lugar.
Fidel, el jefe de Fernando, fue el que estableció los puestos. A mi amigo y a Mirian los acomodó en el número cinco. Era una especie de promontorio desde el que se divisaba bien la pequeña vaguada que quedaba a nuestros pies. Semejaba una especie de choza disimulada con ramas, supongo que para no dar el cante. Fidel, que había invitado a mis amigos, le dio a él una escopeta y una caja de cartuchos. Les ordenó que se sentaran y guardaran silencio, esperando órdenes que les llegaría por el walkie talkie.
Fernando se sentó y sacó unos prismáticos que su mujer le regaló en su viaje de novios. Mirian por su parte, se hincó de rodillas, extendió el saco de dormir y sacó una botella de anís seco que había comprado en la cantina del coto. Esa guerra no iba con ella. Él no paraba de mirar ansioso a la quieta naturaleza del amanecer. Ella escudriñaba cada uno de los rincones de la nueva mansión. Una mansión incómoda, fría, pequeña, distinta. Por su gusto no hubieran venido, pero a Fidel después de lo que había hecho por su marido no se le podía dar una negación por respuesta. Con todo esto ya estaba amaneciendo y a Mirian después de unos cuantos tientos a la botella se le había descolocado algo la cabeza y se sentía como más cariñosa. Miraba a su marido y lo veía guapo y guerrero. Ella, recostada de medio lado, pasaba la mano a su marido por la parte interior de la pierna. Lo hacía con insistencia forzando la pierna hacia sí. Fernando, que ya había notado algo raro en la actitud de su mujer, no daba crédito a lo que estaba pasando. Su mujer, que llevaba un año sin mirarlo, se lo estaba proponiendo en una fría mañana, en una incómoda choza y rodeado de enemigos por todos lados. No daba crédito a lo que estaba pasando. Esperó un poco más por ver si el asunto era pasajero. Más no fue así. Mirian, desbocada después de un nuevo trago, se deshizo del saco, se levantó la falda, se bajó las medias de lana gruesa y en un acto de poderío colocó la mano de Fernando allí donde nunca falta el calor y donde hacía mucho tiempo él no había estado. Mirian movía la mano muerta de su marido a su gusto y antojo y desde su posición imploraba a Fernando que sacase la "escopeta" ya de una vez por todas. El no se daba por enterado ni quería darse. Era un convidado de piedra, que hubiera preferido no ser. Pero ella no se daba por vencida y de un salto se colocó encima de Fernando. Cogío la botella de anís, se la colocó en la boca, le desabrochó la bragueta con velocidad asesina y traginó lo que allí encontró con ritmos endemoniados, pero Fernando tenía la sangre en otro sitio. O mejor, creo que la tenía helada. Mirian no sabía ya lo que hacer. Se puso dulce, arisca, condescendiente, sumisa, cariñosa, todo. Dos mundos que se alejaban a velocidades de luz. Uno se hundía en el fuego abrasador y el otro en los gélidos hielos de la ineptitud. Mirian, desesperada, se separó de su marido de un salto y con las manos entre las piernas se quedó inmóvil, hecha un cuatro, gimiendo apenas. Se hizo, entonces, el silencio más grande en la pequeña choza. De pronto, se oye un vozarrón, por el walkie talkie que decía" ¡Coño, Fernando, qué cojones haces con tu mujer, que está pasando el bicho por tus mismas narices y tú no le dices ni los buenos días" Fernando, con el resorte de un soldado fiel, pega un salto y con los pantalones a media pierna coge la escopeta ya cargada, pone su dedo en el gatillo y sale corriendo hacia el puesto de tiro que estaba unos metros más abajo. Fernando, en su carrera de cinco metros hacia el puesto, tropieza y cae, con tan mala suerte que la escopeta al apoyarla involuntariamente contra una piedra se le dispara y la bala atraviesa limpiamente el hombro de Mirian, que ante las voces, se había incorporado de un salto.
Ya en el hospital mas cercano, el cirujano que la había operado le tranquilizó y así de una forma un tanto campechana le dijo: " Fernando, estuvo a punto de cargarse a su mujer de un gatillazo". Fernando, dio la mano al médico sumamente agradecido y con la mirada perdida hacia dentro se encaminaba hacia la habitación del hospital para acariciar la mano de su Mirian.

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