martes, 18 de mayo de 2010

Luces y borracheras

A veces cuando repaso la historia de la humanidad observo que tiene un gran parecido con la historia de un hombre cualquiera. El siglo XVIII, llamado el Siglo de la Razón, el Siglo del Iluminismo o el Siglo de las Luces, todo el pensamiento estaba basado en la razón y todo lo que se oponía a la luz de la razón era desestimado como algo oscuro y sin validez alguna. Nosotros en nuestra vida particular pasamos por etapas en la que damos primacía a la razón sobre nuestros sentimientos. Rechazamos todo lo que repugne a nuestra mente, a nuestro ideario, a nuestros dogmas. Lo irracional lo vemos como de seres inferiores. Los sentimientos, pensamos, no son de fiar, pues no están sometidos a las reglas de la razón.
Sin embargo, también podemos contemplar la historia desde el punto de vista de la irracionalidad, del sentimiento, de la intuición. Ahora nos situamos en el siglo XIX. El Romanticismo. Lleno de pasión, de dolor, de aventura, de sentimiento. No hay normas. Se mira más hacia dentro del individuo, a la experiencia dolorosa de la vida. Hacia lo que nos hace vibrar de sufrimiento, de angustia o de palpitación de lo inesperado e incierto. El filósofo sueco Soren Kierkegart habla desde su sufrimiento y desde su dolor. Su reflexión no es sobre el universo, ni sobre los grandes temas de la metafísica que hasta ahora habían traído de cabeza a los filósofos. Él habla desde su interior, desde su fe, desde su ser como pecador. El hombre particular, en su caminar diario, también pasa por etapas en las que las únicas luces que divisa son las de las luciérnagas que en las frías noches del invierno alumbran el firmamento. Ellos piensan que lo que sienten, lo que intuyen, lo que esperan, lo que ansían es algo que sienten en lo más hondo de su ser y eso no puede ser mentira.
Miremos ahora a ese ser que camina por la calle, arrojado a este mundo (como diría Martin Heidegger), obligado a la existencia. Ese ser que a lo largo de su vida se hace una serie de preguntas para las que no encuentra respuestas y que por eso se angustia. Que sólo sabe una cosa cierta y que esa cosa no le gusta y le aterroriza. Que ante ese vacío se pone a pensar, se descalabacina, hace teorías y más teorías en las que todo encaje y al final se decide. Pero esa decisión sólo tiene dos caminos y ninguno le deja relajado y ninguno le llena y le da miedo elegir. Pero al final se decide. Y decide ser luz, ser casi Dios, científico de la ignorancia, agorero de la nada. Y disimula y toda la vida disimula. Pero en lo más hondo de su corazón sabe que no sabe nada. Que está peor que al principio y así camina un día y otro, hasta que la luz se apaga.
A veces ese ser que camina por la calle, arrojado a comerse el tiempo para hacerse a sí mismo, toma el otro camino, porque se ha dado cuenta que sus luces no son nada en la bóveda del universo. Que la luz no le llevará por el camino que ansía y entonces convierte esa ansia en camino. Y no se convierte en Dios pero cree en Dios. Necesita creer en Dios y lo necesita con formas, lo más parecido a nosotros, entrañablemente Dios y entrañablemente hombre. Necesita su protección eterna. Pero se tropieza de frente con su razón que mueve la cabeza negando. Y se encuentra en ese dilema vital, existencial que le angustia. Y grita y se emborracha. Se emborracha de fe, se emborracha de irracionalidad, se emborracha de ansias, de ilusiones. Se emborracha hasta olvidarse de sí mismo, se emborracha hasta llegar al coma etílico de la espiritualidad. Pero en lo más hondo de su corazón duda. Y esa duda le angustia. ¿Es el hombre un ser o es una duda? Como ser, es un ser que duda. Como duda es algo que presupone un ser. En fin que no salgo de lo mismo. Estoy pensando que voy a dejar estos temas y me voy a poner a ver la tele que es otra forma de emborracharse y sea lo que Dios quiera.

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