jueves, 17 de diciembre de 2009

Un día casi perfecto

Iba amaneciendo. Sobre los cables de la luz, las golondrinas vestidas de negro entonaban sus salmos del alba y sobre el horizonte una neblina impedía los primeros rayos del sol. Celia se desperezaba en la cama retorciéndose estridentemente sobre sí misma. Yo saludaba al día con el torso desnudo, apoyándome en la barandilla del balcón. Todo presagiaba un día redondo.
Celia me lo había dicho muchas veces: "Tengo muchas ganas de celebrar tu cumpleaños lejos de casa, los dos solos, sin los niños". Hoy, primer día de mi jubilación y cumpleaños, a la vez, estábamos decididos a que así fuera. Los niños eran grandes y nosotros nos íbamos tranquilos.
El viaje a la Costa Brava fue tranquilo. Sólo vimos un accidente a la media hora de salir: una furgoneta estaba volcada sobre el andén. Celia me miraba a hurtadillas para asegurarse de que todo andaba bien. El miedo a cualquier imprevisto ronda por las cabezas cuando un trocito de tu vida ha sido programada.
Aún no llevábamos dos horas de viaje, cuando desde una carretera mal asfaltada y adornada a un lado y a otro de enormes árboles, vimos el hotel. Los árboles en la carretera me sacan un poco de mis casillas y me producen un extraño vértigo. Mi amigo Eduardo, en un día de lluvia, se convirtió en una postal estampado contra un monumento de la naturaleza, como estos que hoy nos acompañaban.
El hotel no era otra cosa que una vieja masía venida a más. Construída en el siglo XVIII, aún conservaba los viejos útiles de labranza. Me embruja ver la historia en las cosas. Me imagino a hombres y mujeres, vestidos a la usanza de la época, haciendo las faenas del campo. Mi mujer había elegido este caserón adrede, pues sabe lo bien que me llevo con ese pasado que se me hace presente.
Cuando entramos en nuestra habitación y el muchacho de las maletas se marchó con su propina, mi mujer, como en sus mejores épocas, de un salto se lanzó a la piscina, o sea, a la cama. La larga falda se le subió a la cabeza, quedando desprotegida de cintura para abajo. Siguió saltando en la cama una y otra vez, tal que parecía que estaba endemoniada. Nunca la había visto tan descontrolada. Un esbozo de miedo, nuevo en mí, me subía por las piernas y una cierta angustia se me acomodó en la garganta. Enseguida busqué la causa, por ver si en ella venía el remedio y se me ocurrió que sería el miedo a lo desconocido. Disimulé lo mejor que pude y a requerimiento suyo me dejé caer en la palestra llevado por la inercia más que por el entusiasmo.
Bajamos a comer tarde y el metre, sabedor de lo nuestro, nos colocó a un lado del pequeño comedor, por gozar de más intimidad. La mesa daba a un ventanal desde el que se divisaba el mar rompiendo brutalmente contra las rocas. El ruido del mar era apaciguado por el acantilado próximo a la masía. Nosotros con las manos unidas sobre la mesa, esperábamos la sorpresa con la que el cocinero nos quería encandilar. Los ojos de Celia brillaban y yo a través de ellos trataba de reconstruir una historia de días y de noches y de amaneceres renaciendo a la ilusión del día. Esta vez el pasado no se hizo presente y pudo más esa emoción que terminó por contagiarme. La comida fue perfecta.
Pasamos la tarde descansando y dando unos paseos por los alrededores. Nos acercamos prudentemente al acantilado y paramos cuando un aire extraño, que parecía subir de los infiernos nos aconsejó prudencia. Apoyados sobre nuestros costados contemplamos, allá abajo, la breve playa que disputaba con las rocas por algo de espacio. Así, mudos y en silencio, o sea, hablando cada uno para sí, permanecimos largo rato. Me gusta el silencio y me da miedo el silencio, porque en el silencio es cuando más se habla. En el silencio es cuando se decide. En el silencio es cuando se montan estrategias y se asientan los odios. Tengo que confesar que el silencio en compañía me infunde algo de temor. Me sentí, entonces, mal conmigo mismo. Pensé que la paz completa solo es patrimonio de los que ya no son y pensé también que esos mismos pensamientos me estaban llevando a una actitud negativa en la que todo se podía estropear.
Ya era tarde y el sol hacía un ratito que había desaparecido tras las cercanas montañas. La tarde se estaba estropeando. La temperatura había caído rápidamente y un aire molesto desdibujaba los pelos de Celia.Dimos media vuelta y abrazados y en silencio alcanzamos el hotel.
Decidimos irnos pronto a la cama. Declinamos la cena, pues aún estábamos muy llenos. LLegados a la habitación, comenzamos el ritual de costumbre antes de zambullirnos entre las sábanas. Había una cierta tensión entre los dos aunque nos esforzábamos por disimular. Sin embargo un cierto tedio se había apoderado de nosotros. Por experiencia sé que cuando las aguas se retiran, no hay nada que hacer, sino esperar a la siguiente marea. Yo me estaba lavando los dientes, cuando ella ya se metía en la cama, no sin antes dejar la zapatillas perfectamente alineadas. Cuando hice el último enjuague, respiré profundamente y pensé por todos los medios remediar la situación.Me sentía culpable. Ella me lo adivinó en la cara. Yo lo había estropeado. Las mujeres son muy buenas psicólogas. Entonces caí en la cuenta que había sido poco cariñoso con ella durante el día y que, probablemente, ella intuía que el plato fuerte de la noche lo pasaría por alto. Así que, todo decidido, me ajusté los machos, cogí impulso y con una breve carrerilla me lancé bruscamente sobre ella. Celia dio un grito rasgado que me asustó. Como pudo me echó a un lado y miró a sus zapatillas. Las zapatillas estaban cada una en una punta de la habitación. Se levantó como una furia, recogió sus zapatillas y me las lanzó como proyectiles sobre mi cabeza. Le pedí disculpas, le supliqué, me arrodillé, pero de nada sirvió. Ella sentada en un sofá y yo medio incorporado en la cama pasamos largos minutos, amargos minutos. Me prometí no hacer un montón de cosas, entre ellas no programar nada nunca más nada. Como la situación no remitía, decidí apagar mi luz. La situación no tenía remedio y había que esperar a la siguiente marea. Entonces me dio por pensar en un libro que leí cuando joven "La insoportable levedad del ser" de Milan Kundera. Pensé en las jugadas que a veces nos juega el azar y en lo frágil que es la línea sobre la que nos movemos. Estando en estos pensamientos y como si de un resorte se tratara, me levanté, me abracé a mi mujer, la llené de besos y con un esfuerzo menor me la llevé a la cama. Nos dormimos abrazados y nos despertamos abrazados. La noche, la desconocida noche fue mejor que el día.

2 comentarios:

  1. ¿ Y tu como sabes todo esto ? Es maravilloso que las personas te analicen y sepan comprender que esta sintiendo la persona que esta atu lado . Me ha gustado mucho , esta muy currado querido jubilado. Besos

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  2. Que bien nos conoces. Eres un granuja. Presupongo que con esos pensamientos eres capaz de hacer feliz a cualquier mujer. No me defraudes.

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